El debate sobre las patentes de las vacunas para la covid-19



En el ámbito sanitario siempre hay temas que aparecen y desaparecen, como el Guadiana, con el transcurso del tiempo. El problema es que aparecen en un momento donde el debate está a veces polarizado, otras veces politizado y muchas veces encarnizado, lo que dificulta un diálogo técnico sosegado. El tema de las patentes ya surgió con algunos tratamientos para el VIH/SIDA, hace unos años con los tratamientos para la hepatitis C, ahora para las vacunas del Covid-19 y dentro de unos años saldrá cuando haya tratamientos curativos para el Alzheimer, Parkinson….


El debate sobre “sí o no” a las patentes de las vacunas es muy parecido a la pregunta infantil de cuál de tus progenitores prefieres. Da igual a lo que respondas, la respuesta siempre suele desagradar a alguien porque la pregunta parte de una premisa dicotómica errónea (uno u otro) y no plantea todas las opciones existentes. Con las patentes nos pasa igual.


La patente es un derecho de explotación exclusiva de la invención que persigue incentivar la innovación. Pero este derecho, como otros muchos derechos, tiene excepciones (conocidas como flexibilidades) recogidos en acuerdos internacionales, especialmente ante problemas de salud pública como el que estamos viviendo ahora. El debate debería empezar por analizar estas flexibilidades y ver cómo de factibles son, pero llevamos tiempo mirando a otro lado.


En la negociación de los derechos de propiedad intelectual no hemos acertado y puede que paguemos por participar en la investigación y por el producto final


Sin embargo, la situación de ahora es distinta, no porque la pandemia sea global, sino porque mucha de la financiación de la investigación para las vacunas para el covid-19 proviene de fondos públicos; aquí debe centrarse el debate. Los derechos de propiedad intelectual, entre ellos las patentes, deben ser compartidos (y no en exclusividad) cuando la financiación ha sido compartida; no ha sido así y se entienden perfectamente las críticas a este tema. Si bien algunos procesos de negociación han sido excelentes (es cuestión de ver los precios que estamos pagando por algunas vacunas) en la negociación de los derechos de propiedad intelectual no hemos estado acertados y puede ser que paguemos dos veces por la misma cosa: por la participación en la investigación y por el producto final.


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Sin embargo, y teniendo en cuenta que la primera patente se otorgó en 1474 (no es un error, está usted leyendo bien la fecha), quizás ante circunstancias excepciones también tenemos que pensar en mecanismos excepcionales. Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, ya hace tiempo que publicó un artículo con el título Prizes, no Patents en el que proponía un sistema de premios donde el ganador obtenía una buena suma económica pero, a cambio, la invención no tenía patente y se convertía en un bien público global. ¿Os imagináis que este premio se hubiera puesto en marcha y que las vacunas ganadoras no tuvieran patentes? La idea de Stiglitz se publicó en el año 2007, así que ha habido tiempo en planificar mecanismos alternativos en base a esas ideas u otras similares.


En estos días es muy recurrente nombrar a Jonas Salk, inventor de la vacuna de la polio, la que se negó a patentar. Cuando le preguntaron porque no la patentaba, su respuesta fue bastante clara: “No hay patente. ¿Acaso se puede patentar el sol?”. Sin embargo, a aquellos que ven a la patente como el único problema, les invito a que miren las cifras de investigación pública en nuestro país, en el que por cierto hay varias vacunas en desarrollo. Con más investigación pública y que den como resultado patentes públicas, quizás los problemas serían otros.



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